Citas de «Mis Universidades», de Máximo Gorki

«Mis universidades», que culmina la trilogía autobiográfica de Gorki, ofrece una visión sin igual del clima que empapa la sociedad rusa de finales del siglo XIX y, junto a «Infancia» y «Por el mundo», constituye un testimonio único del carácter y la vida de un pueblo que se abisma a una serie de cambios dramáticos y fundamentales para el conjunto de la historia contemporánea.

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Estan son algunas partes de las que más me gustaron del libro de memorias «Mis Universidades» (1923) del escritor ruso Máximo Gorki. Un libro que considero uno de los mejores que haya leído.

Había ya aprendido a soñar con aventuras extraordinarias y grandes hazañas. Aquello me ayudaba grandemente en los días duros de la vida, y como tales días eran muchos, me ejercitaba cada vez más en el arte de los ensueños. No esperaba ayuda exterior ni confiaba en la suerte, pero en mí se iba desarrollando una voluntad tesonera, y cuanto más difíciles eran las condiciones de vida, tanto más fuerte e incluso más inteligente me sentía. A muy temprana edad comprendí que al hombre lo forja su resistencia al medio que le rodea.
Pág. 10 (2)

—¿Y qué es eso de espiritual?
—Es espiritual la persona que no envidia nada, que sólo siente curiosidad…
Pág. 12 (5)

La lectura del libro de Mill no me atraía; pronto, los principios fundamentales de su economía se me antojaron muy conocidos, pues los había ya adquirido por propia experiencia y los llevaba escritos en mi propia piel; me parecía que no valía la pena escribir un grueso libro con palabras enrevesadas sobre una cosa que estaba completamente clara para todo el que gastaba sus fuerzas en aras del bienestar y comodidades de “un tío extraño”. Con enorme esfuerzo, permanecía sentado, durante dos o tres horas, en aquella cueva llena del olor de la cola y observando cómo las cochinillas se deslizaban por la sucia pared.
Pág. 29 (1)

Los oyentes escupían con asco, lanzaban atroces insultos contra los estudiantes, y yo, viendo que Teresa despertaba el odio contra personas a quienes yo amaba ya, les decía que los estudiantes querían al pueblo, deseaban su bien.
—Esos son los estudiantes de la calle Voskreséns- kaia, los laicos, los de la universidad, ¡yo me refiero a los religiosos, a los del campo de Arski! Ellos, los religiosos, son todos huérfanos, y el huérfano, de seguro, sale siempre un ladrón o un picaro, una mala persona, ¡al huérfano no le sujeta nada!
Pág. 48 (7-8)

—¡El progreso ha sido inventado para el autoconsuelo! La vida es irracional, absurda. Sin esclavitud no hay progreso. Sin sometimiento de la mayoría a la minoría la humanidad se detiene en sus caminos. Deseando aliviar nuestra vida, nuestro trabajo, no hacemos más que complicar la vida y aumentar el trabajo. Fábricas y máquinas para hacer más y más máquinas, ¡es necio! Aumentan sin cesar los obreros, cuando lo que se necesita es sólo el campesino, el productor del pan. El pan es lo único que hay que tomar con trabajo de la naturaleza. Cuanto menos necesite el hombre, más feliz será; a mayores deseos, menos libertades.
Pág. 56 (5)

—Compréndelo; cada uno necesita bien poco: un pedazo de pan y una mujer…
Pág. 57 (1)

—El amor y el hambre gobiernan el mundo —oía yo su ardiente murmullo y recordé que aquellas palabras estaban impresas bajo el título del folleto revolucionario El zar Hambre, lo que les dio en mis pensamientos una importancia singularmente grande.
—La gente busca olvido y consuelo, ¡y no el saber!
Este pensamiento acabó de maravillarme.
Pág. 57 (4)

—Usted está con nosotros, pero no es de los nuestros, se lo digo yo —prosiguió meditabundo, en voz queda—. A los intelectuales les gusta la inquietud, desde los tiempos más remotos vienen sumándose a las revueltas. Del mismo modo que Cristo era idealista y se amotinó para conseguir fines ultraterrenos, así todos los intelectuales se amotinan en aras de utopías. Se amotina el idealista, con él las nulidades, los miserables, los canallas, y todo por rabia, pues ven que en la vida no hay sitio para ellos. El obrero se subleva para hacer la revolución, necesita conseguir una distribución justa de los instrumentos y productos del trabajo. Cuando tome el Poder definitivamente, ¿cree usted que va a estar de acuerdo con el Estado? ¡ Por nada del mundo! Todos se separarán unos de otros y cada uno, por su cuenta y riesgo, se procurará un rinconcito tranquilo…
Pág. 59 (2)

Y vinieron a mi memoria los versos de Enrique Ibsen:
¿Qué yo soy conservador? ¡Oh, no!
Yo soy lo que he sido toda mi vida:
No me gusta barajar las figuras,
prefiero cambiar toda la partida.
Recuerdo una revolución, solamente,
que pudo el mundo entero destrozar,
pues era más sensata que todas las siguientes
me refiero al Diluvio, claro está.
¡Y aun entonces, al Diablo se le engañó!
Ya sabéis que Noé se hizo dictador.
Si esto pudiera hacerse con mayor honradez
si pudieseis lograr un diluvia otra vez,
yo gustoso mi ayuda prestaría sin falta,
¡colocando un torpedo bajo el arca!
Pág. 60 (4) Henrik Ibsen

Sí, yo quería. Pero recordaba las palabras del maestro de historia:
«La gente busca olvido, consuelo y no el saber’’.
Para estas agudas ideas es pernicioso el encuentro con personas de diez y siete años, pues las ideas se embotan en tales encuentros y las personas tampoco ganan nada con ello.
Pág. 61 (9)

A medida que iba desentrañando los secretos del oficio, el maestro panadero trabajaba menos; me «enseñaba”, diciendo con cariñoso asombro:
—Eres capaz para el trabajo, dentro de un año o dos serás panadero. Tiene gracia. Como eres joven, no te harán caso, no te respetarán…
Mi pasión por la lectura no la aprobaba:
—En vez de leer, deberías dormir —me aconsejaba solícito, pero nunca me preguntaba qué libros leía.
Pág. 68 (3)

Por primera vez oía exponer estos pensamientos con tanta crudeza, aunque anteriormente ya había tropezado con ellos, pues tienen más vida y están más difundidos de lo que generalmente se cree. Unos siete años más tarde, leyendo algo acerca de Nietszche, recordé con gran nitidez la filosofía del guardia urbano de Kazán. A propósito de esto, diré que raramente he encontrado en los libros pensamientos que no haya escuchado antes en la vida.
Pág. 97 (1)

La cuestión de la importancia del amor y la misericordia en la vida del hombre —compleja y terrible cuestión— había surgido ante mí pronto; al principio, en forma de sentimiento impreciso, pero muy agudo, conturbó mi alma; luego, en forma precisa, determinada en claras palabras:
“¿Qué papel desempeña el amor?”
Cuanto yo había leído estaba penetrado de las ideas de la cristiandad, del humanismo, de los clamores sobre la compasión hacia las gentes; de esto hablaban con elocuencia y fogosidad las mejores personas que yo conocía por aquel entonces.
Todo lo que yo había observado de modo directo casi no tenía nada de común con la compasión hacia las gentes. La vida se desarrollaba ante mí como una interminable cadena de odios y crueldades, como una continua y abyecta lucha por la conquista de cosas fútiles. Yo, personalmente, sólo necesitaba libros, todo lo demás no tenía para mí importancia alguna.
Bastaba con salir a la calle y estar sentado a la puerta una hora, para comprender que todos aquellos cocheros, porteros, obreros, funcionarios, comerciantes, no vivían como yo ni como la gente a quien yo más amaba; no querían lo mismo, no iban en la misma dirección que nosotros. Aquellos a quienes yo apreciaba y creía se encontraban en rara soledad, eran unos extraños, estaban de más entre la mayoría, en el sucio e ingenioso trabajo de las hormigas que, con diligente minuciosidad, construían el hormiguero de la vida; aquella vida me parecía estúpida de parte a parte, mortalmente tediosa. Y con bastante frecuencia, veía que la gente misericordiosa y henchida de amor lo era sólo de palabra, pues de hecho, sin que ella misma se diera cuenta, se iba sometiendo al régimen general de vida.
Muy dura era para mí la existencia.
Pág. 103 (13) – 104

Se hizo el vacío a mi alrededor. Habían comenzado las algaradas estudiantiles, cuyo sentido no comprendía y cuyos motivos no estaban claros para mí. Veía la alegre agitación, sin presentir en ella tragedia alguna, y pensaba que, por la dicha de estudiar en la universidad, se podían soportar incluso torturas. Si me hubieran propuesto: “Ve a estudiar, pero, a cambio de esto, todos los domingos te apalearemos en la Plaza Nikoláievskaia”, yo, seguramente, habría aceptado la condición.
Pág. 111 (3)

En diciembre, decidí matarme. He intentado describir los motivos de esta decisión en mi relato Un episodio de la vida de Makar, pero sin conseguirlo. El relato me resultó desmañado, desagradable y carente de veracidad interna. Entre sus méritos, cabe señalar —a mi parecer— precisamente la carencia absoluta de esta veracidad. Los hechos son reales, pero su esclarecimiento parece hecho por otra persona y diríase que el relato no se refiere a mí. Dejando aparte el valor literario que pueda tener, hay en él algo que me agrada; el haber logrado saltar, al parecer, por encima de mí mismo.
Pág. 112 (7)

—Usted es una persona capaz. De una tenacidad innata, y al parecer está animado de buenos deseos. Necesita usted estudiar, pero de manera que los libros no le impidan ver la gente. Un sectario, un viejecito, dijo muy justamente: “Todo saber proviene del hombre”. La gente hace más daño al enseñar, enseña con más rudeza, pero su ciencia queda grabada más firmemente.
Me hablaba de lo que yo ya conocía, de que, ante todo, era preciso despertar la razón de la aldea, pero incluso en las conocidas palabras, captaba yo un sentido más profundo, nuevo para mí.
—Allí, en la casa de ustedes, los estudiantes charlan mucho acerca del amor al pueblo, y yo les digo: al pueblo no se le puede amar. Eso del amor al pueblo son palabras…
Sonriendo con disimulo, mirándome escudriñador, empezó a dar paseos por la habitación y prosiguió con dureza, aleccionador:
—Amar es aceptar, ser indulgente, no reparar en nada, perdonar. Con eso hay que ir a la mujer. ¿Pero acaso es posible no reparar en la ignorancia del pueblo, aceptar los desvarios de su razón, ser indulgente ante todas sus canalladas, perdonarle la ferocidad? ¿No, verdad?
— No.
Pág. 122 (3)

—¡Ya ve usted! Allí, en la casa de ustedes, todos leen a Nekrásov y cantan sus canciones, pero, ¿sabe usted?, ¡con Nekrásov no se irá muy lejos! Al mujik hay que inculcarle esto: “Tú, hermano, aunque como persona no eres malo, vives mal y no sabes hacer nada para que tu vida sea menos dura, mejor. La bestia, seguramente, se preocupa de sí misma con más sensatez que tú; la bestia se defiende mejor. Y de ti, mujik, ha salido todo: la nobleza, el clero, los sabios, los zares; todos éstos fueron antes mujiks. ¿Lo ves? ¿Has comprendido? Pues aprende a vivir, para que no te peguen en los morros…”
Pág. 123 (1)

Llenó de tabaco la pipa, dio unas chupadas, envolvióse al instante en una nube de humo y, reposado empezó a decir unas palabras que se me quedaron grabadas; dijo que el mujik es receloso e incrédulo. Tiene miedo de sí mismo, tiene miedo del vecino, y especialmente de todos los extraños. No han transcurrido tres decenios desde que le dieron la libertad, cada mujik de cuarenta años ha nacido esclavo, y lo recuerda. Cuesta trabajo comprender qué es la libertad. Razonando sencillamente, la libertad es: vivo como me da la gana. Pero por todas partes hay autoridades y no dejan vivir. El zar les ha quitado los campesinos a los terratenientes; por lo tanto, ahora el único señor de todos los campesinos es el zar.
Y de nuevo surge la pregunta: ¿qué es la libertad? A lo mejor, llega un día en que el zar explica lo que ella significa. El mujik cree mucho en el zar, único señor de todas las tierras y riquezas. El les ha quitado los campesinos a los terratenientes, les puede quitar los barcos y las tiendas a los comerciantes. El mujik es zarista, se da cuenta de que tener muchos señores es mala cosa, es mejor tener uno solo. Espera que llegará un día en que el zar le explique el verdadero sentido de la libertad. Y entonces, ¡que cada uno coja lo que pueda! Este día lo desean todos y todos lo temen, cada uno está alerta en su interior, no vaya a ser que se duerma el día decisivo del reparto general. Y tiene miedo de sí mismo: mucho quiere y mucho hay, pero, ¿cómo cogerlo? Todos afilan los colmillos para lo mismo. Y por si fuera poco, por todas partes hay un sinfín de autoridades, de jefes, enemigos manifiestos del mujik y también del zar. Pero sin jefes no sería posible vivir, todos se enzarzarían unos con otros, se matarían a palos unos a otros.
El viento, enfurecido, fustigaba los cristales de las ventanas con una copiosa lluvia de primavera. Una neblina gris se expandía por la calle, y mi alma se iba cubriendo también de la bruma grisácea del tedio. La voz serena decía queda, pensativa:
—Incúlquele al mujik que aprenda poco a poco a quitarle al zar el Poder de las manos; dígale que el pueblo debe tener derecho a elegir sus jefes, sacándolos de su propio medio: el comisario de policía rural, el gobernador, el zar…
—¡Con eso hay para un siglo!
—¿Y usted creía poder hacerlo todo para el día de la Trinidad? —preguntó en serio el Jojol.
Pág. 128 (5) – 129

Estudiaba con mucho afán y bastante aprovechamiento, y era muy grato su asombro; a veces, durante la lección, se levantaba de pronto y tomaba un libro de la estantería; arqueando mucho las cejas, leía con esfuerzo dos o tres renglones y, poniéndose rojo, me miraba maravillado:
—¡ Huy, la madre que lo ha parido, pero si leo!
Y repetía, cerrados los ojos:
Como la madre llora al hijo, sobre las sepultura, gime así la becada en la triste llanura…
—¿Has visto?
Varías veces, me preguntó a media voz, con precaución:
—De todos modos, explícamelo, hermano, ¿cómo ocurre esto? Una persona mira a estos garabatillos, ellos se enlazan en palabras, y yo las conozco: son palabras vivas, ¡nuestras! ¿Cómo las conozco yo? Nadie me las dice al oído. Y si hubiese estampas, se comprendería aún. Pero aquí parece que están escritos los mismos pensamientos, ¿cómo es eso?
¿Qué podía yo contestarle? Y mi “no lo sé” entristecía a la persona aquella.
—¡Esto es un embrujo! —decía suspirando, y examinaba al trasluz las páginas del libro.
Había en él una ingenuidad agradable y conmovedora, una cristalina transparencia, un algo infantil; cada vez me recordaba más al buen mujik de los libros. Como casi todos los pescadores, era poeta, amaba al Volga, las noches serenas, la soledad, la vida contemplativa.
Miraba a las estrellas y preguntaba:
—El Jojol dice que puede que también allí haya habitantes, de nuestra misma especie; ¿qué opinas tú, será verdad eso? Se les podría hacer señales, preguntarles cómo viven. Seguramente, mejor que nosotros, con más alegría…
Pág.  131 (11) – 132

La vida de la aldea se alza sin alegría ante mí. He oído y leído muchas veces que la vida de la gente en la aldea es más sana y sincera que en la ciudad. Pero yo veo a los mujiks en continuo trabajo de forzados, entre ellos hay muchos enfermos, que se han derrengado trabajando, y casi ninguna persona alegre. Los menestrales y obreros de la ciudad, aunque trabajan no menos que ellos, viven con más alegría y no se quejan de la vida de un modo tan fastidioso y molesto como esta gente sombría. La vida del campesino no me parece sencilla, requiere una intensa atención hacia la tierra y mucha sutil astucia con respecto a la gente. Y tampoco es sincera esta vida, precaria de razón, se observa que toda la gente de la aldea vive a tientas como los ciegos, siempre temiendo algo, sin fiarse nunca los unos de los otros; en ellos hay algo de lobos.
Pág. 139 (7) – 140

Mientras tomábamos el té, Romás me decía:
—Da lástima de esta gente, ¡mata a sus mejores hombres! Diríase que les teme. “No le convienen”, como se dice aquí. Cuando iba yo por etapas, a pie, a la Siberia esa, un forzado me contó que se dedicaba al robo y que tenía una verdadera banda: cinco ladrones. Un día, uno de ellos empezó a decir: “Dejemos el robo, hermanos, de todos modos no se saca provecho, ¡vivimos mal”. Y por ello lo estrangularon cuando dormía borracho. El capitán de la banda me habló muy bien del muerto: “A tres despaché después de él, y no me dio lástima, pero de aquel compañero me da lástima hasta ahora; buen compañero era, listo, alegre, un alma pura”. “¿Y por qué lo mataron, le pregunté, temían que les delatase? Hasta se ofendió: “No, él no nos hubiera delatado ni por todo el dinero del mundo, ¡ni por nada! Pero daba cierto reparo ser amigo de él, todos éramos pecadores, y él aparecía como justo. No estaba bien”.
Pág. 164 (14)

.. .No es posible describir cuán grato es navegar por el Volga una noche de otoño, sentado en la popa de una barcaza, al lado del timón, que gobierna un monstruo felpudo, de enorme cabezota; gobierna golpeando la cubierta con sus pesados pies, y respira densa, profundamente:
—¡O-o-hup!.. Or-ro-o-u…
Pág. 183 (4)

No sé, no puedo vivir entre estas gentes. Y le expuse a Romás mis amargos pensamientos el día en que nos separamos.
—Es una deducción prematura —me indicó en tono de reproche.
—¿Y qué le voy a hacer, si he llegado a ella?
—¡Es una deducción falsa! Carece de fundamento.
Estuvo largo rato tratando de convencerme, con palabras buenas, de que yo no tenía razón, de que me equivocaba.
—¡No se apresure a censurar! Censurar es lo más fácil, no se aficione a ello. Examínelo todo con serenidad, recordando una cosa: que todo pasa y cambia para mejorar. ¿Despacio? Pero con firmeza. Observe por todas partes, pálpelo todo, sea usted audaz, pero no se apresure a censurar. ¡Hasta la vista, amiguito!
Pág. 181 (4) – 182

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Citas en que se mencionan libros o personajes históricos, en «Mis Universidades»:

Recordé aquellos días muchos años después, al leer un cuento de A. P. Chéjov, asombrosamente verídico, acerca de un cochero que le hablaba a su caballo de la muerte de su hijo. Y lamenté que en aquellos días de aguda pena no hubiera habido junto a mí caballos, ni perros, y que no se me hubiera ocurrido compartir mi dolor con las ratas, pues en la panadería había muchas y yo vivía con ellas en buena amistad.
Como un milano empezó a dar vueltas entorno de mí el guardia urbano Nikíforich. Bien proporcionado fuerte, de cerdosos cabellos de plata y gran barba ancha, cuidadosamente recortada, me miraba, chasqueando golosamente los labios, como a un ganso, ya desplumado, en vísperas de Navidad.
—He oído decir que te gusta leer, ¿es verdad? —me preguntaba—. ¿Qué libros, por ejemplo? Supongamos que las vidas de santos o la Biblia…
Yo había leído tanto la Biblia como los cheti-mi-néis (libro eclesiástico) lo que sorprendía a Nikíforich, desconcertándole al parecer.
—¿Sí? i El leer es provechoso y no lo prohíbe la ley! Y las obras del conde Tolstói, ¿no has tenido ocasión de leerlas?
También había leído a Tolstói, pero resultaba que no las obras que le interesaban al guardia.
—Esas, por así decirlo, son obras corrientes, como las que escriben todos, pero dicen que en algunas arremete contra los popes, ¿quién pudiera leerlas?
Pág. 74 (2)

—¿Qué has escrito aquí? “¿Por qué Garibaldi no echó al rey?”. ¿Quién es ese Garibaldi? ¿Y acaso se puede echar a los reyes?
Enfadado tiró el cuaderno a la artesa, se metió en el foso del horno, y rezongó desde allí:
—¡Habráse visto, necesita echar a los reyes! ¡Tiene gracia! ¡Déjate de esas cosas, leedor! Mira que hace unos cinco años, en Sarátov, a los leedores como tú los cazaban los gendarmes igual que a los ratones, sí. Y ten presente que, ya se interesa Nikíforich bastante por ti. Déjate de echar a los reyes, ¡que los reyes no son palomos para echarlos a volar!
Pág. 80 (7)

En un rincón han encendido una pequeña lámpara. La habitación está desmantelada, sin más muebles que dos cajones, sobre los que se ha colocado una tabla, y en ésta como chovas en el palo de una cerca, se han posado cinco personas. La lámpara está bien sobre un cajón colocado «de canto”. Sentadas en el suelo, junto a la pared, hay tres personas más, y en la repisa de una ventana, un joven de largos cabellos, muy delgado y pálido. A excepción de éste y del barbudo, conozco a todos. El barbudo anuncia con voz baja que se va a proceder a la lectura del folleto Nuestras discrepancias, escrito por Gueorgui Plejánov, “ex afiliado a la Voluntad del pueblo”.
Pág 82 (8)

—Bie-en —decía, sonriendo irónico—, por consiguiente, ¿a Dios se le jubila? ¡Hura! En cuanto al zar, yo mechador querido, tengo mi parecer: el zar no me estorba. La cuestión no está en los zares, sino en los amos. Yo puedo resignarme a tener el zar que queráis, aunque sea Iván el Terrible: anda, siéntate y reina si te gusta, pero dame el derecho de meter en cintura al amo. ¡Eso es! Si me lo das, te ataré a tu trono con cadenas de oro, te adoraré como a un Dios…
Después de leer El zar Hambre, dijo:
—¡Todo eso es una verdad corriente!
Pág. 89 (6)

Poco antes de la entrevista, yo había leído un libro —creo que de Draper—sobre la lucha del catolicismo contra la ciencia, y me parecía que todo aquello lo estaba diciendo uno de esos apasionados creyentes en la salvación del mundo por medio del amor, que, por compasión hacia los hombres, están dispuestos a degollarlos o a quemarlos en la hoguera.
Pág. 99 (3)

Entró en la cocina y mandó a la cocinera que hirviese en el samovar agua para el té; luego, empezó a mostrarme sus libros, de ciencia casi todos: obras de Buckle, Lyell, Gartpol Lecky, Lubbock, Taylor, Mill, Spencer, Darwin; y entre los rusos, de Písariev, Dobroliubov, Chernishevski, Pushkin, La fragata Palada de Goncharov, Nekrásov.
Los acarició pasándoles la ancha mano, como si fueran gatillos, y barbotó, casi con ternura:
—¡Buenos libros! Y éste es un rarísimo ejemplar, los demás los quemó la censura. Si quiere saber lo que es el Estado, ¡lea esto!
Me tendió el Leviatán de Hobbes.
—Este otro trata también del Estado, ¡pero es más ameno y alegre!
El libro alegre resultó ser El Príncipe, de Maquiavelo.
Pág. 123 (2)

Libro:
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Citas de algunos libros

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Unas citas que guardo porque me parecieron interesantes:

«Paso a paso pueden seguirse los resultados; y todos los sufrimientos de la humanidad pueden atribuirse al solo hecho de que ningún hombre en la historia de la Galaxia, hasta Hari Seldon, y muy pocos hombres después de él, pudieron entenderse mutuamente. Todos los seres humanos vivían tras un muro impenetrable de espesa niebla dentro del cual existían aisladamente. De vez en cuando se oían tenues señales desde el fondo de la caverna habitada por otro hombre… y así comenzaba un intento de aproximación entre los dos. Pero como no se conocían y no podían comprenderse, ni se atrevían a confiar el uno en el otro, y habían sentido desde la infancia los terrores y la inseguridad de aquel aislamiento total, existía el profundo temor del hombre hacia el hombre, la salvaje rapacidad del hombre hacia el hombre.»
Isaac Asimov – Segunda Fundación

“Durante la conversación convinieron todos en que las cosas de este mundo no estaban de acuerdo con la opinión de los más sabios. El eremita sostuvo constantemente que los caminos de la providencia eran desconocidos y que los hombres hacían mal en juzgar un todo del que apenas conocían una pequeñísima parte.”
Voltaire – Zadig

“Cuando el estómago de un hombre está lleno es difícil destruirle, aunque no posea cerebro ni alma.”
Leigh Brackett – Refugio en las estrellas

 

Algunas citas de Ben Hur, de Lewis Wallace

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Este libro lo acabé hace unas semanas, apunté unas cuantas que me parecieron interesantes. El libro es largo, hubo veces en que pensé que no lo acabaría, pero es de lectura fácil lectura si tienes paciencia con el mundo romano y judío del siglo I d.C., o si te interesan las historias bíblicas, en este caso sería como un Spin-off de la vida de Jesus, con más romanos, reyes magos, batallas de galeras, carreras de caballos, prisiones, una venganza, lepra, árabes, ¿ya dije romanos?, algo de política, buenos deseos y Jesus haciendo algunas apariciones estelares.

«Los sufrimientos que se nos infligen son más o menos intensos según la sensibilidad de cada uno. Si hubiera una súbita ascensión de todos los hombres al cielo, tal como se lo imaginaba una mente cristiana, probablemente no sería tal paraíso para la mayoría, cuando menos en el mismo grado; y a la inversa, todos no sufrirían de igual manera en el infierno. La cultura tiene su fiel. Cuando el espíritu se depura, la capacidad para gozar aumenta en la misma proporción. ¡Dichoso entonces si se salva! Si se condena, ¡ay de su capacidad para el sufrimiento!»

Lewis Wallace – Ben Hur

«Quizás el lector desconozca el horrible significado de esta palabra en toda su gravedad. La ley de aquel tiempo, que solamente se ha modificado un poco en el nuestro, dice:
“Estos cuatro deben contarse entre los muertos: el ciego, el leproso, el pobre y el que no tiene hijos”. Así lo establece el Talmud. Ser leproso equivalía a estar muerto, a ser excluido de la sociedad como un cuerpo pútrido. Aquellos que más los aman no se atreven a hablarles sino a distancia; los derechos de que gozan los demás no existen para ellos; el templo y las sinagogas les niegan sus ritos y les cierran sus puertas; van cubiertos de andrajos, con la boca tapada, a menos que tengan que gritar: “¡Impuro! ¡Impuro!”. Solamente pueden vivir en el desierto o en las tumbas abandonadas, convertidos en espectros que vagan por el Hinnón y la Gehena.»

Lewis Wallace – Ben Hur

«—Pudiera haber participado de ella —y sonrió— si hubiese visto lo que ha presenciado él. Acaso llegue a participar si llego a su edad. No debería haber religión para la juventud, sino únicamente amor y filosofía; y ninguna poesía tiene su inspiración sino en el vino, en el amor o en la alegría, no en filosofías que no entienden las locuras de su tiempo. El Dios de mi padre es demasiado grave para mí. No pude hallarlo en los bosques de Dafne ni se habló nunca de Él, como  actualmente, en los atrios de Roma… Pero… ¡oh hijo de Hur!, tengo un deseo.»

Lewis Wallace – Ben Hur

Leí el libro en esta edición.

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